Sucedió antaño
en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaron y murieron
víctimas de su amor. Los bretones los recordaron en un lai que tuvo por título
Los dos amantes.
Fuera de toda duda está que en Neustria, que
nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su
cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor
de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo
construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus
pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y
las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres. El rey tenía
una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida
por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no
quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía:
día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la
reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban. Cuando
el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza.
Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a
su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese
desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del
monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la
ciudad, sin pararse a tomar aliento. Cuando la nueva fue conocida y difundida
por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno
hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no
podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga
entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie
intentase solicitarla. En la comarca había un doncel, gentil y bello, hijo de
un conde. Se esforzaba en cosas difíciles, con ánimos de sobresalir. A menudo
habitaba en la corte del rey, y llegó a enamorarse de su hija. Muchas veces le
suplicó que lo amase y le concediese su amor. Como era esforzado y cortés, y el
rey lo tenía en gran estima, ella le otorgó su amor, y él se lo agradeció
humildemente. Hablaban juntos con frecuencia y se querían con lealtad, y hacían
lo posible por no ser descubiertos. Esto último les pesaba sobremanera, pero el
joven pensaba que más valía sufrir estas molestias que precipitarse y echarlo
todo a perder. Amarga era, sin embargo, para él esta situación. Mas ocurrió que
en cierta ocasión llegó el doncel, tan sabio y bello, hasta su amiga. Le hizo
partícipe de sus pesares y, dolorosamente, le pidió que se fuese con él; no
podía resistir más. Si la pedía a su padre, sabía bien que éste la quería tanto
que no se la concedería, a no ser que la subiese antes en brazos hasta la
cumbre de la montaña. La doncella le respondió: -Amigo, bien sé que no podríais
llevarme, no sois ni mucho menos tan vigoroso. Si me fuese con vos, mi padre
sentiría tanta cólera como dolor, y su vida no sería sino un martirio. Siento
por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debéis tomar otra
decisión, pues de ésta no quiero ni oír hablar. Tengo una tía en Salerno, mujer
rica, de elevadas rentas. Hace más de treinta años que habita allí. Ha practicado
tanto el arte de la física que es muy experta en medicinas y conoce numerosas
hierbas y raíces. Si vos quisieseis ir a verla, llevarle cartas de mi parte y
darle cuenta de vuestra aventura, ella procuraría poner remedio. Os dará tales
electuarios y os proporcionará tales bebedizos que os reconfortarán por
completo y os proveerán de gran vigor. Cuando volváis a esta región, me
solicitaréis a mi padre. Os considerará muy niño aún, y os dirá lo anunciado:
que no me entregará a ningún hombre, si no lleva a cabo la hazaña de
transportarme en brazos hasta el monte sin descansar. Aceptad esta condición,
pues no hay otro remedio. El doncel escuchó atentamente el consejo de la
doncella. Muy alegre está, y agradecido. Después pide a su amiga licencia para
partir, y se encamina hacia su casa. Allí se provee a toda prisa de ricos paños
y dineros, de caballos y palafrenes. Consigo se ha llevado a sus hombres más
dignos de confianza. Parte, llega a Salerno y, una vez allí, va a visitar a la
tía de su amiga. De su parte le da un mensaje escrito. Cuando la dama de
Salerno lo ha leído de cabo a rabo, lo retiene a su lado hasta conocer por
extenso su situación. Luego, fuerzas le da con sus medicinas, y le suministra
un brebaje tal que jamás estará tan agotado y abatido que no pueda refrescarse
todo el cuerpo, las venas y los huesos, y que no recobre todo el vigor, tan
pronto como lo haya bebido. Él guarda el bebedizo en un pequeño frasco y se lo
lleva a su país. A su regreso, el doncel, alegre y contento, no se detuvo en sus
tierras. Fue directamente a pedir al rey la mano de su hija: tomaría a ésta en
brazos y la trasladaría hasta la cumbre de la montaña. El rey no le ocultó en
modo alguno que lo tenía por gran locura, porque era demasiado joven. ¡Tantos
valientes y sabios varones lo habían intentado sin conseguirlo! Por fin, le
fija un día para la prueba. Llama a sus hombres y a sus amigos, a cuantos puede
encontrar. De todas partes vienen gentes para ver a la joven y al doncel que ha
emprendido la aventura de llevarla hasta lo alto del monte. La doncella,
mientras tanto, se prepara; se priva de alimentos, ayuna para adelgazar y
hacerse más ligera, con el fin de ayudar a su amigo. El día señalado, el doncel
llegó antes que nadie, y no olvidó el brebaje mágico. Por su parte, el rey
condujo a su hija a la pradera, junto al Sena, donde una inmensa muchedumbre se
había congregado. La doncella no viste sino una túnica. El joven la coge entre
sus brazos y le entrega la botellita con todo su preciado líquido. Él piensa
que no va a traicionarle tan milagrosa pócima, pero yo temo que le vaya a
servir de muy poco, pues no hay en él mesura alguna. Parte velozmente con ella,
y sube la pendiente hasta la mitad. Por lo alegre que está de tenerla en sus
brazos, no se acuerda del bebedizo. Ella le va viendo cansado. -Amigo -dice-,
bebed, os lo ruego. Sé bien que os halláis fatigado. ¡Renovad vuestro vigor! El
doncel le responde: -Bella, siento mi corazón fuerte como al empezar. Por nada
del mundo me detendré el tiempo necesario para beber, mientras pueda dar tres
pasos más. La multitud nos gritaría, y su clamor acabaría por aturdirme; no
tardaría mucho en verme turbado. Por eso no quiero detenerme. Cuando llevaban
subidos los dos tercios de la pendiente, por poco se caen. La doncella le ruega
sin cesar: -Amigo, ¡bebed vuestra medicina! Pero él no quiere hacerle caso. Con
gran angustia continúa la marcha, hasta que al final llega a la cumbre del
monte. Pero tan agotado está que allí cae, para no levantarse más: el corazón
le ha estallado dentro del pecho. La doncella mira a su amigo, piensa que ha
sufrido un desmayo. Se arrodilla a su lado, intenta darle el brebaje. Pero él
ya no podía responderle. Así, tal como os lo digo, murió. Ella llora a grandes
gritos. Después arroja y hace añicos el frasco que contenía el bebedizo. El
líquido se esparce y riega la montaña. Toda la comarca se tornó fértil. Muchas
buenas hierbas crecieron por efecto del brebaje. Ahora os hablaré de la
doncella. Nunca tuvo un dolor tan grande como la pérdida de su amigo. A su lado
se acuesta, entre sus brazos le retiene y aprieta, de continuo le besa ojos y
boca. El duelo le quebranta el corazón. Y allí murió la doncella, la que era
tan discreta, sabia y hermosa. El rey y cuantos esperaban, viendo que no
volvían, siguen su pista hasta encontrarlos. A la vista de los cadáveres, el
rey cae en tierra, desvanecido. Cuando puede hablar, muestra signos de gran
duelo, igual que todos los demás. Tres días los dejaron sobre la tierra. Luego
buscaron un sarcófago de mármol, y allí depositaron a ambos jóvenes. El
entierro tuvo lugar en la misma cumbre de la colina. Después, todos volvieron a
sus casas. Por la aventura de los jóvenes recibe la montaña el nombre de «Los
dos amantes». Todo ocurrió como os he dicho. Los bretones hicieron de ello un
lai. .
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